martes, 3 de febrero de 2009

Diatriba contra el deportista


Diatriba contra el deportista.

En 1997 el grupo Santillana publicó “Los cuadernas de don Rigoberto” del escritor peruano , nacido en Arequipa ,y nacionalizado español, Mario Vargas Llosa , novela que puede clasificarse como erótica donde la imaginación compensa los estrechos senderos de la vida real de cualquier ser humano normal. El protagonista, Don Rigoberto, maduro empleado de una compañía de seguros “ Don Rigoberto es un cincuentón que tiene un oficio muy anodino” llena cuadernos con anotaciones, comentarios, diatribas, fantasías, disparates e irrealidades que le permiten defenderse de la banalidad cotidiana del día a día. Su rica vida mental compensa sobradamente la realidad anodina que le circunda. Todo lo que Rigoberto no se atreve a hacer, no se atreve a vivir por sí mismo, sus audacias y aventuras imaginadas, sus deseos ocultos, van quedando reflejados en estas anotaciones que lo distancian cada vez más de su vulgar existencia. La particularidad de estas fantasías es que parten siempre de pinturas, obras literarias y piezas musicales. El tema central en esencia es la exaltación del individuo, una legitimación de lo individual sobre lo colectivo, muy en consonancia con las sensibilidades políticas del autor. De la amplia y excelente obra de Vargas Llosa como escritor, ante la tesitura de tener que elegir tres novelas probablemente yo elegiría “La ciudad y los perros”, “La guerra del fin del mundo” y “la Fiesta del chivo”, cada una de ellas en su contexto, ¡inimitables!.

Diatriba contra el deportista es un capitulo de “los cuadernos” un disparatado y estrambótico monologo de Don Rigoberto sobre el deporte sus tópicos y topicazos aderezado con especias de humor inteligente, sutil y grueso al mismo tiempo. Aquí se presenta un resumen de los pasajes más acordes con el criterio del transcriptor, adaptados un mínimo a la realidad que nos envuelve.

Entiendo que usted suda todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Barcelona Madrid, ni partido de tenis de los diferentes circuitos, ni cualquier otro evento deportivo de alta competición. Atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizando el espectáculo con abundantes tragos de cerveza, cubalibres o whisky, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime con las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomásico. Razones sobradas, señor mío, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal.
Sí, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto de la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano a las ovejas, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas del gregarismo animal. Calme usted sus ansias irrefrenables de guantearme, y escuche ya hablaremos de los griegos y de otras particularidades dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa(excluido el ping-pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación y, por tanto del placer. Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuidos tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre- masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate del tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días.


Ahora ,podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero, le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de ungüentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul del cielo egeo no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignominia, fortachón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de testosterona y desplome de su coeficiente intelectual. Sólo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resina después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva.
El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su libido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, celestino del deseo, lo condono y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo, inclinación sexual, y disponibilidad horaria, lo permitieran.
Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad.


Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra “mística”, sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad postindustrial llama mártires del deporte.
¿Dónde está el heroísmo en hacerse picadillo al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano, o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado?. Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no le acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el machismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.


No conozco mentira más abyecta que la expresión con la que se alecciona a los niños: “Mente sana en un cuerpo sano”. ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? “Sana” quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente “sana”, eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente “sucia”, malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.
Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los árbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el pódium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, “sano”, al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión “espíritu deportivo” en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar árbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su club cargue una copa de falsa plata o ver sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!